Mujeres de maíz: sabiduría ancestral contra una industria que enferma
Para defender al maíz hay que sembrarlo, pero también cocinarlo, solo así es posible conocer su verdadero sabor.
En la Ciudad de México se come cada vez menos maíz nativo, pues las harinas de maíz procesadas han acaparado todo.
Enfrentando una industria millonaria, aún hay mujeres que saben de maíz y que sobre todo saben de su transformación a partir de la nixtamalización.
Ellas defienden la milpa, sus valores nutricionales y sobre todo la manera ancestral de cocinar y alimentarnos del maíz nativo.
Retrato de Francisca, abuela de Monserrat Vázquez, con su cosecha de maíz nativo en el patio de su casa.
Por Anaiz Zamora Márquez y Greta Rico
A pesar de su prisa por modernizarse y estandarizar sus alimentos con el resto del mundo, a la Ciudad de México aún le sobreviven cocinas con olores insuperables, los que evocan a leña y recuerdos de infancia. En esas cocinas hay un ingrediente que sigue siendo protagonista: el maíz, y se cocinan recetas que son herencia y guardan un vínculo con los territorios.
Cocinar maíz es cosa seria. Hay que conocer qué necesita para crecer y en cuánto tiempo lo hará. Identificar su color y su olor para saber si ya está listo. Reconocer su capacidad de transformarse, esa suerte de alquimia dominada por mujeres que sólo con escuchar la olla pueden distinguir el punto exacto de cocción, o con ponerse un grano entre los dientes saben si se convertirá en tortillas o en algo más.
La sabiduría de estas mujeres ha resistido a decisiones políticas, acuerdos comerciales y modas culinarias que intentan borrar el legado que vive en sus manos y alimenta no sólo a sus familias, en una ciudad donde la cuarta parte de quienes la habitan enfrenta una condición de inseguridad alimentaria.
“Sin maíz no hay tortillas, y sin tortillas no hay país, pero ¿quién hace las tortillas?”, pregunta con una risita irónica Ivonne Vizcarra Bordi, quien ha dedicado buena parte de su vida académica a estudiar la relación de las mujeres con el campo, y en especial con el maíz, base de la alimentación, pero sobre todo de la nutrición mexicana. Y nutrir a la familia, dice Ivonne, Doctora en Antropología, “es una práctica que se da desde la intuición femenina”.
En la agricultura tradicional, las mujeres saben “cómo viene la mazorca, si está picada, desde ahí se sabe si el grano va a servir para alimentar animales o para masa. Las mejores semillas se guardan; son para la cosecha que viene”, explica Ivonne, quien trabajó por varios años intercambiando conocimientos con mujeres mazahuas que “echan tortilla”.
Maestra tortillera
La cocina de Monserrat Vázquez ocupa casi todo un piso. Hay días en que se extiende hasta el patio. Es su lugar de trabajo y su laboratorio de experimentos gastronómicos. Ahí construye su proyecto Nixcome, una microempresa familiar dedicada a sembrar, cultivar, cosechar y transformar semillas de maíz nativo.
Monse, como la llaman de cariño, estudió en una escuela de Gastronomía, pero aprendió de maíz y nixtamal de su abuela y su mamá, de sus raíces mazahuas. Podría definirse como empresaria, campesina o tallerista, pero decide nombrarse “maestra tortillera”. Una reivindicación que, asegura, no es fácil de asumir en una ciudad que discrimina a quienes huelen a masa o humo, una ciudad que, por mucho que ame los tacos, relega a las pocas tortilleras que quedan y que, generalmente, satisface su demanda de tortillas en una de las más de 5 mil tortillerías que existen.
En el catálogo de productos de Nixcome se pueden encontrar tortillas de colores, hechas a base de maíz nixtamalizado azul y morado o blanco, mezclado con nopal, chile y betabel.
“Trabajar el maíz como tal involucra mucha creatividad, mucha pasión y mucha paciencia, hacer tortilla no solo significa trabajar la masa y echar las tortillas al comal. Yo creo que va más allá y es un tema del que poco se habla, (para) hacer tortillas se debe trabajar, desde reconocer una buena semilla de maíz, hacer una buena nixtamalización, un buen reposo, una buena molienda, un buen amasado y poder ejecutar una buena tortilla”, dice Monse con su voz bajita y agrega, entre risitas y los ojos llenos de lágrimas, que su proyecto también es una forma de honrar a su abuelita y a todas las mujeres que saben mucho, pero se les valora poco.
Su cocina siempre huele a maíz y se ubica en Cuajimalpa, muy cerca de Santa Fe, una de las zonas más exclusivas de la Ciudad de México. Está llena de utensilios para transformar la masa, algunos de herencia familiar y otros construidos por su papá.
Las manos de Monse preparan la masa de maíz morado nixtamalizado para elaborar tortillas.
Monse pasó por otras cocinas, una en la que se preparaba sushi, otra en donde la especialidad eran los platillos internacionales y una más en donde se servía café, ahí conoció la lucha de los cafeticultores por precios justos y sin intermediarios, y entendió lo que vio de niña, cuando a su abuela por ser mazahua y campesina “le castigaban los precios” cada vez que iba a Toluca a vender los productos de su milpa y las tortillas que hacía.
“Todos los días comemos tortillas, pero la valoramos muy poco. Sabemos que están en el centro de la mesa por lo menos tres veces al día, pero no sabemos quién está detrás de esa tortilla, no sabemos a cuántas personas se beneficiaron (con su elaboración) o qué variedades de maíz se utilizaron”, dice Monse, quien se ha formado de manera autodidacta.
Monse y su abuelita Francisca visitan el campo donde sembraron maíz nativo para la cosecha de este año. Ellas no utilizan pesticidas ni herbicidas, realizan una siembra agroecológica que les implica trabajar a mano para arrancar la hierba y que no le quite nutrientes a la milpa de maíz, frijol y calabaza que sembraron en mayo pasado.
Tortilla, campo de batalla
“Ahora a cualquier cosa le podemos llamar tortilla”, sentencia Monse, aunque considera que la “tortilla de pueblo” es la única que debería existir y se hace con sólo tres ingredientes: agua, cal y maíz. Porque aunque es histórica, la tortilla ya no es lo que era antes, ni se prepara igual.
Cuando la industria alimentaria comenzó a vender harina de maíz, el gobierno estableció la Norma Oficial Mexicana 187 (NOM 187), que establece las especificaciones sanitarias que deben cumplir la masa, tortillas, tostadas y harinas preparadas para su elaboración, y ahí definió a la tortilla como “producto elaborado con masa que puede ser mezclada con ingredientes opcionales, sometida a cocción” y entre los ingredientes que enlista hay aditivos, como colorantes y saborizantes artificiales. Por ejemplo, Monse modifica el color de sus tortillas variando el tipo de maíz y así mantiene su valor nutricional.
Una investigación realizada por Periodismo Empower expuso cómo la industria de la tortilla está lejos de las cocinas y procesos tradicionales de elaboración de masa y, por lo tanto, de proveer alimentos nutritivos, de hecho la NOM 187 sigue siendo objeto de disputa.
Como parte de su activismo, Monse hace catas de tortilla, donde las personas aprenden a diferenciar los sabores y nutrientes de las tortillas hechas con maíz nixtamalizado y las tortillas hechas con harinas procesadas, que pueden contener maíz transgénico.
Minsa y Maseca, esta última parte del consorcio mexicano Gruma, nacieron en 1949 y desde entonces han explotado el amor por las tortillas. Ambas empresas aseguran que las tortillas que se hacen con sus harinas, además de ser “más blancas”, son más nutritivas, aunque la Alianza por la Salud Alimentaria –un conjunto de personas, asociaciones civiles y organizaciones sociales preocupadas por la epidemia de sobrepeso y obesidad en México, y la desnutrición– asegura lo contrario, así como la radiografía realizada por el Poder del Consumidor.
Sin embargo el alcance de ambas empresas es tal que, aunque supuestamente sólo contribuyen con el 30 por ciento de la producción de maíz para las tortillerías, tienen el poder de regular el precio de la tortilla en todo el país, y de imponer la idea de que entre más blanca y más tiempo dure, es mejor.
Desde Nixcome, Monse intenta pelear contra los discursos instalados desde hace décadas sobre cómo debe ser una tortilla. Para empezar no son blancas, pues el maíz nunca es uniforme. Y aunque pesa cada bolita de masa para intentar igualar la consistencia, forma y tamaño de las tortillerías, el resultado depende de la fuerza con la que aplaste la masa, de cuántas veces la pase por sus manos, e incluso de si la flama de su comal está muy alta o si se le rompen un poquito cuando las pone en la lumbre.
Ivonne Vizcarra recuerda que las mujeres siempre han echado tortillas y “salvado el día con su nixtamal”, con eso lograron alimentar hasta tropas enteras, pero “hubo un proceso colonial de decir que la tortilla es comida de pobres, y eso viene desde la llegada de los alimentos que no son propios de México”. De acuerdo con la académica, eso explica por qué se presume mucho de cocina tradicional, pero poco se procuran sus procesos.
El arte del nixtamal
Cada vez menos personas saben a qué huele una cocina cuando se pone el nixtamal. Sobre todo si es con leña, como el que pone Monse. Es un olor que se impregna, que evoca recuerdos de momentos cálidos. El olor del humo se mezcla con el olor del maíz, que se hace más fuerte cuando el agua empieza a hervir. Durante el proceso, el maíz cambia de consistencia, de color, sube a la superficie de la olla, manchada ya por la cal, porque para transformar el maíz no basta con hervirlo, eso solo lo suavizaría, la cal es lo que hace que todo embone.
Si hacer tortillas es un arte, poner nixtamal lo es aún más. Para hacerlo se usan los sentidos. Monse no recuerda cuántas veces lo echó a perder mientras aprendía. Y aunque parece que ya lo domina, no se confía. “Nunca es la misma cantidad de agua, tampoco la misma cantidad de cal. Depende de la densidad del grano, tienes que ir probando, por ejemplo, los maíces rosas en específico se destinan mucho hacia los pinoles, porque son maíces un poco más dulces, más harinosos, entonces nixtamalizarlos es un poco más complicado, necesitan menos cantidad de cal”.
En la nixtamalización, además de cambios físicos, ocurren “cambios químicos, la cal penetra al maíz y entonces logra romper estas proteínas que el cuerpo no puede procesar. Si no nixtamalizáramos, no vamos a tener obtención de calcio, no va a haber aminoácidos esenciales, no va a haber vitaminas, fósforo”, explica Monse.
Ana Larrañaga no pone nixtamal en su cocina, pero sabe de él. Estudió Nutrición, hizo su Maestría en Alimentación y Desarrollo, y desde hace varios años trabaja en la promoción de políticas alimentarias. Explica que a través de estudios comparativos se ha identificado que la nixtamalización mejora la disponibilidad de absorción de un producto que por sí solo ya es nutritivo.
Hay un concepto de nutrición que se llama “biodisponibilidad”, que se refiere a la capacidad que tiene nuestro cuerpo de absorber nutrientes, “la nutrición es un proceso externo, no elegimos cómo y qué nutrientes absorbemos y a dónde se van, entonces que tú veas en un empaque que tiene un nutriente, no necesariamente significa que tu cuerpo va a tener la capacidad de absorberlo y de utilizarlo”.
Gran parte del trabajo de Ana se enfoca en lograr que las personas no solo coman, sino que se nutran, y para eso se deben conocer las decisiones que se toman detrás de las políticas alimentarias. Hay una moda –explica– de los productos light que llegó hasta las tortillas, pero “qué le vas a quitar a la tortilla si es solamente maíz; si te vas solamente a calorías, no estás tomando en cuenta toda la carga de nutrientes que sí tiene una tortilla: fibra, calcio, zinc, magnesio, además es muy baja en sodio, o sea, no es un alimento que debería estar pensándose en limitar o que sea causante de problemas”.
Sin embargo en los productos hechos con harina de maíz industrializada, aunque el empaque diga “nixtamalizado”, no es lo mismo. De acuerdo con la Alianza por la Salud Alimentaria, en la nixtamalización tradicional se deja reposar hasta 18 horas, mientras que Maseca lo hace por máximo 6 horas, además no es posible saber qué más le agregan para acelerar el proceso.
Gracias al proceso de nixtamalización, se puede obtener 30 veces más calcio del maíz. Una de las maneras más fáciles de identificar si una tortilla ha sido nixtamalizada es que cambia de color cuando se le colocan unas gotas de limón.
“En realidad (las empresas) no están obligadas como tal a nixtamalizar, justamente porque la vigilancia en México ha sido un poco insuficiente, actualmente hay interés en hacer un mayor monitoreo y una mayor vigilancia, pero la realidad es que hay una capacidad regulatoria que todavía está muy limitada para todos los puntos de venta que tienen estas grandes industrias”, refiere Ana.
A las más de 110 mil tortillerías que existen en todo el país y a todas las empresas que venden harina de maíz, las monitorea la misma institución: Cofepris, pero para que haga ese monitoreo es necesaria una denuncia. Entre 2012 y 2022, Cofepris realizó únicamente siete visitas de vigilancia y verificación de la NOM187.
Maíz transgénico
“Cuando se ponen las tortillas en el centro de la mesa es que ya está la comida”, dice Ivonne Vizcarra, y en la casa de Monse, eso es una regla. Salen calientitas, envueltas en una servilleta y quien se las come, nota que saben “distinto”, a lo que deben saber: maíz. Pero lo común es que a la mayoría de las casas lleguen tortillas de harina de maíz; el que ahora también quiere un lugar en la mesa es el maíz transgénico.
La resistencia ante el maíz transgénico no es nueva. Comenzó en los pueblos y comunidades indígenas que defienden su semilla y sus territorios, y llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que en 2021 ratificó una medida cautelar otorgada a una demanda colectiva presentada en 2013.
A la ya limitada capacidad de vigilancia y monitoreo que realiza la Cofepris sobre la nixtamalización, recientemente se le sumó una tarea más: vigilar, junto al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) mediante “el fortalecimiento analítico del Laboratorio Nacional de Referencia”, que en la masa y la tortilla no se use maíz transgénico.
Durante este sexenio, la resistencia se ha hecho más presente. En febrero de este año, el presidente Andrés Manuel López Obrador emitió un decreto para prohibir el maíz transgénico en masa y tortilla, y con ello inició una pelea con el gobierno de Estados Unidos, principal exportador del grano, a la que se sumó también Canadá. En consecuencia, en julio la Secretaría de Salud presentó el “Anteproyecto de modificación de la NOM 187”, en el que se prohíbe explícitamente el uso de este tipo de maíz para la elaboración de tortillas.
Alma Pineyro, considera el atole de maíz azul como su platillo favorito con el ingrediente, ha dedicado mucho de su investigación como Doctora en Ciencias al entendimiento de transgénicos. Sobre todo para saber “qué es lo que nos estamos metiendo en el cuerpo”. Además de mirar la alimentación de la Ciudad de México desde un interés académico, vive en ella.
El maíz nativo en la ciudad es escaso, hay problemas de producción, “no nos llega lo que se produce en la zona rural de la ciudad, (tenemos problemas) sobre todo de abasto”, señala Alma. Mucho del maíz que llega para consumo viene del norte del país y una gran cantidad de Estados Unidos y Argentina. Del alimento emblema de México se importan más de 17 millones de toneladas anuales.
Si bien mucho del maíz que se importa es para alimentar el ganado, que finalmente se convierte en carne para consumo humano, mucho se destina a la producción de masa. Alma explica que Estados Unidos encabeza la producción de cultivos transgénicos, por lo que es una realidad que ese maíz está entrando en México y en nuestros cuerpos.
En un estudio en el que participó junto con colegas investigadores, se analizó la presencia de secuencias transgénicas en la masa de tortillas en el estado de Michoacán, y se detectaron transgenes en el 30 por ciento de la muestra. El estudio también se realizó en tortillas de la Ciudad de México y, aunque los resultados no han sido publicados, Alma adelanta que esas pruebas de laboratorio también son positivas.
Como en las cocinas de México se ama tanto el maíz, se come en muchas presentaciones, pero como en las cocinas la prisa es una constante, se da preferencia a las presentaciones empaquetadas, listas para consumirse y con mayor tiempo de conservación: tortillas, tostadas, totopos…
En los estudios en los que Alma ha participado también se ha encontrado la presencia de genes transgénicos en esos productos. Otra forma en la que llega el maíz transgénico a las cocinas es en yogures, refrescos, cereales o sopas, pues en ellas se incluye un ingrediente clave: el jarabe de maíz de alta fructosa hecho en Estados Unidos.
En el taller de Nixcome en Cuajimalpa, además de tortillas, Monse prepara sopes, tlacoyos, tamales y gorditas a base de maíces nativos nixtamalizados.
Desde que el maíz transgénico entró a las cocinas del mundo, se han llevado a cabo investigaciones para conocer su impacto en el cuerpo, pero según la visión de Alma “las pruebas de inocuidad se hicieron de tal manera que iban a salir negativas”. Es decir, se hicieron estudios de alimentación con transgénico en ratas, pero dado que no caían muertas de inmediato, asumieron que no era tóxico, sin embargo no hay un estudio que considere la manera en que consumimos maíz en México: todos los días de nuestra vida.
Alma explica que al maíz transgénico le agregaron un gen proveniente de una bacteria, que lo vuelve inmune al glifosato, un herbicida de alto espectro que se usa en estos cultivos para matar todas las plantas alrededor. “Las formulaciones del herbicida están hechas para que penetre en el tejido de las plantas, esto quiere decir que tú no puedes lavar el herbicida para las plantas transgénicas que lo resisten, lo están absorbiendo”.
Y lo que enciende las verdaderas alarmas es el glifosato, pues se ha identificado que tiene altos impactos en la salud. Países como Canadá, Inglaterra o Escocia han prohibido su uso. En el reciente foro “Daños y riesgos para la salud por consumo de maíz transgénico y la regulación internacional”, organizado por el Conacyt, se presentaron diferentes investigaciones que abundaron en el tema, como la del doctor Andre Leu, quien colaboró en un estudio que identificó que el glifosato está relacionado con el incremento de cáncer y autismo.
Sistemas alimenticios de moda
Lo que existe y pasa en una cocina no es fortuito. Lo que comemos se relaciona con el lugar en el que vivimos, o al menos así era antes. Pero lo que pasa en una cocina, también responde a decisiones políticas, apuestas de mercado y modas creadas.
Para explicar que lo que comemos puede parecer una decisión libre, aunque en realidad depende de muchos factores, Ana Larrañaga utiliza el concepto “sistema alimentario”, que integra todos los eslabones que pasan entre la producción de un alimento hasta su consumo, esto es, “su transporte, almacenamiento, empaquetado, cómo se oferta en el mercado, en qué mercados, cómo se publicitan, aspectos de higiene, mantenimiento y calidad de los alimentos”.
La alimentación es un proceso fuertemente político, depende de decisiones que se toman en muchos niveles. Por ejemplo los costos, y si las personas tienen el recurso económico o de tiempo para adquirirlo. También influye lo que nos dicen que debemos comer y cómo se debe ver lo que comemos.
Para aprovechar al máximo su terreno agrícola, la familia de Laura sembró árboles frutales y nopaleras. Este tipo de cactus comestible es uno de los ingredientes básicos de la gastronomía en México.
Desde su formación como nutrióloga, Ana identificó la existencia de mensajes constantes y publicidades muy fuertes sobre lo saludable que supuestamente son los productos empaquetados; “en tu celular te va a salir publicidad de una gran cantidad de productos, ya se nos hace parte del paisaje normal, vas manejando por Periférico, vas manejando por Circuito, y ves el espectacular de refrescos, de las nuevas papas que ahora son de color azul, pero nunca he visto un espectacular sobre la milpa”.
Según el Informe Sobre el Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el mundo, la CDMX está en la región más cara del mundo para comer una dieta saludable, pues hacerlo cuesta casi la mitad del salario mínimo. De acuerdo con Profeco, la canasta básica (21 productos) en la capital del país es la más cara, pues cuesta mil 733 pesos, mientras que el sueldo mínimo es de 5 mil 186.10 pesos mensuales.
Sin embargo, un estudio de la UNAM, afirma que es un mito ya que, de acuerdo con su análisis, llevar una dieta saludable es igual de costoso que consumir productos ultraprocesados, hipercalóricos y sin valor nutricional. Si se hacen bien las cuentas, comer maíz no es caro, pero en la Ciudad hay una tendencia a hacernos creer que es más barato comer cosas empaquetadas, aun cuando en reiteradas ocasiones se ha alertado sobre el riesgo a la salud de los alimentos procesados industrialmente.
Ivonne Vizcarra, desde su investigación feminista sobre el maíz, considera que existen dos modelos de consumo en la Ciudad de México, el que va ganando terreno es el operado por las empresas industriales. El otro se sostiene por las personas campesinas con raíces indígenas, que trabajan más, pero se les valora menos, sobre todo la aportación de las mujeres, que se invisibiliza, y eso “es una gran violencia estructural”.
Soberanía alimentaria en la ciudad
Abril y mayo son meses de cosecha de haba y de chícharos tiernos en Tlalpan, una de las alcaldías al sur de la CDMX. Durante esos meses, en la cocina de Laura Flores Rodríguez esos ingredientes, que son parte de la cosecha familiar, se vuelven protagonistas. Lau, como le dice su familia, es abogada y campesina, y divide su día entre ambas profesiones. Por las mañanas, muy temprano, va al campo, a veces toca desyerbar, resembrar o simplemente echar un ojo al cultivo, en esas vueltas a los terrenos familiares cosecha lo que ya está listo para la comida del día.
De manera tradicional y por generaciones, la familia de Laura siempre ha hecho milpa. En la imagen, Laura acomoda las hojas de maíz enrolladas por el frijol y sostiene los primeros elotes de la temporada.
Para Lau, comer es un acto político y económico. Su cocina le hace frente a un sistema que ha modificado los hábitos de consumo, “estamos en un momento, en que si yo soy una transnacional, yo digo qué comes, no importa dónde vivas, todos vamos a desayunar jugo y cereal”. En cambio, los desayunos en su casa se basan en el calendario agrícola de la zona. En mayo, en lugar de jugo de naranja, se sirve té de pera, no hay cereal de maíz empaquetado, pero hay sopes de haba con nopal y queso. Un desayuno consentidor, con un sabor distinto cada día.
En San Miguel Xicalco, la comunidad donde vive y cultiva la familia Flores Rodríguez, tienen una vista panorámica de la Ciudad de México. En sus casi 40 años, Lau ha sido testigo de cómo ha crecido la mancha urbana, en gran parte por el desplazamiento hacia las periferias, y se han reducido los espacios de siembra, pues a pesar de ser considerado suelo de conservación agrícola, en donde antes había maíz, ahora hay casas.
Vista panorámica de la Ciudad de México desde el terreno de Laura en San Miguel Xicalco, en la alcaldía Tlalpan.
Ella y su familia viven en otro mundo posible, materializan la soberanía alimentaria en la ciudad. “Es importante no solo tener la tierra, sino seguirla trabajando, pues tiene que ver con el tema de la identidad, obviamente, (pero también) tener la certeza de que el maíz que nosotros consumimos es un maíz que nos está alimentando, la mayoría de la ciudad en realidad no sabe qué está comiendo, (informarnos sobre lo que comemos) eso es un acto político”.
“Echas tres semillas de haba, luego das un pasito, y echas tres semillas de calabaza”, explica Laura mientras va abriendo la tierra con su pie y saca las semillas de una bolsa de mandado. Ahora puede enseñar a otras personas a sembrar, pero no siempre fue así. De niña iba al campo pero no le gustaba. No le tocaba sembrar, le tocaba llevar la comida a su papá y los otros hombres de la casa. “Si llegabas cinco minutos tarde de la hora que te esperaban, se enojaban y ya no comían, y había que regresarse cargando todo”.
Durante la temporada de siembra, entre marzo y mayo, en la zona de conservación de la Ciudad de México se sembraron semillas de maíz nativo de colores azul, rojo, blanco y amarillo con frijoles criollos de diferentes colores y texturas.
Por muchos años, Laura creyó en esa idea de que el campo no era un destino a perseguir, y que lo mejor era buscar un futuro en la ciudad pavimentada. Entonces no decía con orgullo que era de San Miguel Xicalco como lo hace ahora, quería otra vida y eso la llevó a estudiar Derecho en la UNAM.
Pero quizás no se imaginaba viviendo de la tierra porque nadie le enseñó a utilizar las herramientas necesarias para trabajarla, no sabía separar semillas, ni cosechar. Tampoco tenía claro si iba a heredar la tierra. Su historia no es única, la propiedad de la tierra siempre ha estado en manos de los hombres, datos del Registro Agrario Nacional dan cuenta de ello, solo el 27 por ciento de quienes poseen la tierra son mujeres (2022).
Cuando Laura era niña solo los hombres de la familia trabajaban en el campo. Desde que ella decidió dedicarse a la agricultura, fomenta que estas actividades las realice toda la familia sin importar el género. En la imagen, Laura y su familia siembran maíz y hacen milpa en San Miguel Xicalco, en la alcaldía Tlalpan de la Ciudad de México, en abril de 2023.
Quien también habla de esa disparidad, desde las historias que ha escuchado y desde la academia, es Ivonne Vizcarra. A través de su investigación busca hacer visible lo que siempre ha estado ahí: el trabajo de las mujeres en el rescate del maíz, mediante las actividades que realizan y no desde los discursos. “No queremos reconocer que detrás de una historia de amor por el maíz, también hay una estructura de oscuridad en las mujeres, ellas se refugian mucho en el dar y en el cuidado, pero por dentro y al interior van cultivando una resistencia de querer algo más”.
Ese querer algo más, que llevó a Laura a la universidad, paradójicamente la regresó al territorio. Quiso ser abogada porque su papá llevaba varios años participando activamente en el proceso de reconocimiento de San Miguel Xicalco como comunidad, un conflicto que nació después del reparto agrario.
La historia de su familia se hacía presente en sus clases: “estudiar te hace entender muchas cosas, ahí es cuando te empiezas a dar cuenta del valor que tiene la tierra, pero además del valor que tiene la tierra en la ciudad, que tú tienes (el poder) de tener tu propia alimentación, que sea adecuada a tu cultura, ahí fue cuando despertó mi amor hacia la Tierra”.
Como parte de las actividades del ciclo agrícola, Laura y su hermano Tomás visitan el campo de cultivo donde sembraron maíz nativo e hicieron milpa, un mes después de haber echado las semillas, y de manera constante, para vigilar que hayan germinado; en donde no lo hicieron, se intenta sembrar de nuevo.
Tomó mucho tiempo y aún más trabajo, pero Laura decidió que la tierra, la soberanía alimentaria y sentirse orgullosa de ser campesina era su opción de vida. Volvió con su familia y les propuso que volvieran a trabajar en el campo y así pasó. Empezaron sembrando clavel (flores), pero se dieron cuenta que no era una buena inversión, después de intentar con otros cultivos que no daban el rendimiento suficiente, se dio cuenta de que la respuesta siempre estuvo ahí: el maíz, pero no solo, en milpa.
La milpa
Decir milpa es nombrar a los compañeros perfectos del maíz: calabazas, verdolagas, chiles, frijoles, habas y hasta frutas. La combinación de cultivos le ayuda a crecer de mejor manera, aprovechar mejor los nutrientes de la tierra, y hasta la luz del sol. Esos compañeros también le ayudan a desplegar aún más su poder: el de ser un alimento altamente nutritivo. Son palabras mayores, no sólo porque tiene un reconocimiento como Sistema de Patrimonio Agrícola de Importancia Mundial, también porque es un sistema complejo, al que “hay que saberle” y, sobre todo, trabajarle.
Cada región del país tiene un maíz distinto porque influyen las condiciones climáticas y de altura, con la milpa pasa exactamente lo mismo, es distinta y tiene diferentes componentes según donde se siembre, pero sin importar dónde ocurra, los productos que ahí crecen aportan la diversidad de alimentos y nutrientes que el cuerpo necesita. Familias enteras, incluso de varios integrantes, se han alimentado históricamente de ella.
Sembrar milpa es diversidad, y garantizar las necesidades alimentarias de todo el año. “De aquí vamos comiendo, todo es fresco, y lo que sobra es lo que vendemos”, dice Laura mientras presume la flor de calabaza que acaba de cortar. Aún no son las 9 de la mañana y su primera jornada ya terminó.
En la milpa no todo crece al mismo tiempo y no todo da la misma cantidad. Primero se siembra el maíz, porque es la columna, cuando ya empieza a germinar y se resembró, en donde se ve que no va a crecer, se siembra otra cosa, puede ser haba, o frijol. Hay que asegurarse de dejar el espacio suficiente entre semillas. Luego viene la calabaza, tal vez un chile, ejotes y chícharos, que curiosamente son los que más rápido crecen. Las verdolagas crecen solas, les gusta la humedad y el sol. La calabaza larga se tarda un poco más en crecer, pero mientras lo hace, va sacando una flor naranja, uno de los ingredientes favoritos en una quesadilla.
“Sistema milpa” o “policultivo” son otras formas en las que se nombra a la milpa que, como la de Laura, puede incluir nopales, hojas y hasta plantas medicinales. Las milpas también son amigables con los animales de traspatio que a veces se integran al sistema, pollos, puercos, gallinas, borregos, se alimentan y alimentan a ese método inteligente desarrollado en épocas prehispánicas, y del que vienen muchas de las recetas de lo que llamamos “comida mexicana”.
Sin embargo ya cada vez menos personas siembran milpa, porque es mucho trabajo. Una vez que se echó el maíz, ya no se pueden usar máquinas para sembrar lo demás, hay que hacerlo a mano, con los brazos, agacharse, pisar con cuidado entre los surcos para no dañar las demás semillas. La agricultura campesina toma su tiempo, algo de lo que carecemos en la ciudad.
La milpa no es solo maíz crecido, también se siembra frijol, calabaza, tomate y chile. Además, en la milpa crecen huitlacoche, quelites, romeritos y flor de calabaza. Fotografía de la milpa de la familia de Laura en junio de 2023.
La milpa no es solo maíz crecido, también se siembra frijol, calabaza, tomate y chile. Además, en la milpa crecen huitlacoche, quelites, romeritos y flor de calabaza. Fotografía de la milpa de la familia de Laura en junio de 2023.
Pero cuando sí es posible llevar los productos de la milpa a una cocina, significa tener alimentos de muy buena calidad que aportan la diversidad necesaria para una dieta saludable, dice Ana Larrañaga, pues uno de los componentes fundamentales de una alimentación óptima es la variedad, que no solo se obtiene mezclando grupos de alimentos, sino que se da en lo que se produce de manera natural en cada contexto.
“Todos los alimentos naturales tienen una cantidad y una variedad diferente de nutrimentos como vitaminas o minerales y bueno, una dieta variada (no significa) estar pensando en tengo que consumir tantos gramos de esto y tantos gramos de esto, pues la misma variedad te va a ofrecer todos los nutrimentos que tu cuerpo necesita, te va a ofrecer un poquito de todo”, explica Ana.
En 2010, la UNESCO declaró a la dieta mediterránea como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad para promocionar su consumo, pero esta declaración no reconoce la biodiversidad regional, pues es una dieta que incluye ingredientes que se producen en otra región geográfica, lo que la encarece.
En cambio, seguir la “dieta de la milpa” siempre ha sido posible para quienes viven en el territorio mexicano. Ana recientemente participó en la revisión de la guía de recomendaciones alimenticias de la Secretaría de Salud, en donde ya se incluyen alimentos que no nos son ajenos: atole, pozol, quintoniles, aguacate y hasta pulque. Es, de alguna manera, una invitación a dejar de pensar que la milpa es “comida de pobres”.
Estandarizar nuestras cocinas
“El trabajo del campo no tiene que ver con ser rico, ser pobre, es un tema de la alimentación”, dice Laura. En su cocina se inventan recetas para que la cosecha del mes tenga diferentes sabores. Cuando era niña, las cocinas de sus vecinos eran similares, pero ahora incluyen elementos que se compran en la tienda. “Al chícharo le echan atún, mayonesa y se los comen con galletas en lugar de tortillas, para tener una imagen más moderna, (la comida tradicional) se fue perdiendo con este concepto, de que los frijoles, los quelites es para gente pobre. Y la carne, pues es sinónimo de poder adquisitivo”.
Junto al comedor de Laura hay una repisa con ollas, cazuelas, platas y tazas de barro que utiliza para hacer la comida, no sólo de su casa, sino también para venta. Hacer todo el proceso, desde sembrar, hasta transformar los productos de la milpa crea una conexión distinta con lo que comen. “Cuando te haces la tortilla, tiene un significado distinto a comprarla en la tienda”. El vínculo que tenemos con la comida se hace cada vez más difuso cuando en medio hay un proceso industrial, etiquetas y paquetes.
Además de productos derivados de la milpa, la familia de Laura también siembra lechuga, arúgula, acelgas, cilantro y algunas otras hortalizas que comercializan en redes de consumo local y agroecológico. En la imagen, Laura acomoda sus productos en un café en la Colonia Condesa en la Ciudad de México donde realiza las entregas.
En su cocina, que no está en Tlalpan pero sí en el sur de la ciudad, lo que más disfruta preparar la académica Ivonne Vizcarra son las enfrijoladas, una receta que también se inspira en la milpa. Aunque a menor escala que Laura, ella procura tener ese tipo de alimentación, que no es la más popular, pues “hay una tendencia a estandarizar todo, a decirnos no sólo que comer, si no cómo debe verse. Cada vez vamos reduciendo la variabilidad porque queremos parecernos al otro”.
Apostar por el rescate de una comida mexicana es también una apuesta por la resistencia. A Ivonne no le gustan las modas culinarias, pues nos llevan a un mundo en donde a todas las personas nos tiene que gustar lo mismo, tiene que haber los mismos alimentos todo el tiempo. “La estandarización de los estilos de vida es una de las amenazas de mayor riesgo para la pérdida de la biodiversidad alimentaria”. Una amenaza a las cocinas donde las mañanas aún huelen a atole o a chocolate.
La raza de maíz nativo cacahuacintle se siembra en lugares altos con bajas temperaturas, como las montañas de la alcaldía de Tlalpan. Se utiliza para platillos como el pozole, y es el más esperado por las personas de la Ciudad de México, pues se consume en la temporada de elotes durante el mes de septiembre.
Vivimos en un sistema que se basa en el consumo, y eso lo sabe Laura. Sus productos son agroecológicos, es decir, se cultivan y cosechan con técnicas ancestrales, no se utilizan químicos, ni procesos industriales, pero para comercializarlos usa la terminología de moda, en la que lo agroecológico y tradicional se conoce como “órganico”, aunque usar ese término ya como etiqueta cuesta dinero, pues son certificados que otorga el Organismo de Certificación Orgánica. Estas agencias ponen en desventaja competitiva a personas campesinas que, a pesar de llevar un proceso cien por ciento natural, no pueden pagar los certificados.
Laura reconoce que su cocina y su proyecto son parte de un sistema que “crea mercados”. Celebra que ahora exista una intención de poner en menús y descripciones de restaurante la palabra ancestralidad, pues considera que es nombrar lo que siempre ha estado ahí, pero los saberes no son nuevos, el interés en ellos, sí.
Comida como mercancía y no como un derecho
Sazonar algo es asegurarse de que va a saber bien. Cuando algo está bien sazonado hay un olor insuperable. Hay una frase que dice que la comida entra por los ojos y es verdad. Pero creemos tanto en eso que hay estándares de cómo “deben verse” las frutas y verduras cuando las compramos. Los jitomates deben ser rojos, parejitos, ovalados perfectos, las calabazas derechitas, los mangos sin manchas oscuras. No se debe ver ningún golpe. La realidad de las cosechas es que sus productos no son iguales, “crecen como crecen”.
La regla de cómo deben verse hace que los supermercados desechen cientos de alimentos. Tan solo en la CDMX, casa día se desperdician entre 13 y 14 mil toneladas de alimentos simplemente porque no cumplen con los estándares de belleza o tamaño. La naturaleza es irregular, las frutas y las verduras siempre van a serlo.
Mariana Jiménez, directora de Alianzas Estratégicas e Innovación de la Red de Bancos de Alimentos de México (BAMX) afirma que si recuperáramos solo el 50% de lo que se tira, podríamos garantizarle al cien por ciento de la población mexicana en pobreza extrema una alimentación saludable y variada. “Además, recordemos que cuando desaprovechamos alimentos, también desaprovechamos los recursos con los que estos se produjeron, como agua, energía y también recursos humanos”.
Alimentar a una ciudad de casi 10 millones de habitantes no es fácil. La venta de alimentos se basa en un sistema desigual. Se pueden comprar productos procesados en más de 84 mil tiendas de abarrotes y en una amplia cadena de supermercados, que también ofertan verduras y frutas que se compran en la Central de Abastos, un espacio a donde llegan mercancías de todo el país. La Central suministra aproximadamente el 80% del consumo de alimentos de la ciudad con más de 2 mil vendedores. En esta marabunta de intermediarios, lo local y el trato directo se diluyó hace bastante tiempo.
Ana Larrañaga ha realizado varias observaciones a este sistema en donde “el alimento es visto, no como un derecho, sino como una mercancía”. Desde su visión como nutrióloga, una dieta basada en productos locales, además de tener beneficios para la salud, permite que los alimentos no se encarezcan por el uso de intermediarios.
“Las crisis alimentarias a las que nos enfrentamos en las ciudades -revela Ana-, no necesariamente son por carencia de alimentos o por carencia de producción, o porque hubo un mal año de cosecha, son porque las personas no pueden comprar los alimentos, (pues) el objetivo de estos sistemas alimentarios no es garantizar el derecho humano a la alimentación, si ese fuera el objetivo, entonces tendrían completamente otra oferta de alimentos”.
En un mundo ideal, lo que ocurre en las cocinas debería tener una relación con sus contextos y territorios para garantizar la justicia alimentaria, incluso en las grandes urbes, como la Ciudad de México, donde la milpa es posible no como un sueño, sino como una realidad que resiste y nutre. Alma, Ana y Laura, son mujeres del maíz, que habitan otra ciudad posible.